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Por qué no necesitas escuchar a Metallica para llevar una camiseta de Metallica

Publicado por el 30/09/2021 en Artículos

 

Metallica acaba de editar un álbum de covers para celebrar el treinta aniversario del Black Album. Bueno, hasta ahí la cosa podría entrar dentro de lo normal en la industria musical actual, es algo que hacen muchos grupos.

El problema vendría cuando, pongamos por caso, alguien se compra el disco y se lo compra así un poco de sopetón, imaginemos que tiene que volver a casa apurado, paga rápido y tira el disco en el asiento del copiloto. Aparca y lo llaman, sube el disco en la bolsa y no lo saca. No lo mira. No se para a ver la caja, el diseño y, mucho menos, la tracklist. Llega a casa y dice: “venga, ahora sí, me lo pongo en el reproductor y me lo escucho bien, bien, con un vinito y una tabla de quesos” (yo que sé, si tiene dinero para comprarse ese disco, lo tendrá para un San Simón y un Alvariño).

 

 

Se lo pone y ve que empieza con Enter Sandman. Bien, correcto. Sigue y vuelve a ser otra versión de Enter Sandman. Le pega un trago al vino y piensa que quizá no esté mal meter dos versiones de la misma canción. La tercera, la cuarta, la quinta y la sexta son Enter Sandman también. A ver, son versiones, pensará, no se hace tan repetitivo. Esto vuelve a pasar con Sad But True siete veces. Con Holier Than Thou cinco. Con The Unforgiven otras siete veces. Con Wherever I May Roam cuatro. Venga, que esto pilla algo de ritmo. Don´t Tread on Me y Though The Never suenan dos veces cada una. Si son menos de cinco se puede celebrar con otra copa, vamos.

Y llega Nothing Else Matters. Una vez. Dos veces. Tres veces. Cuatro veces. Cinco. Seis. Siete. Ocho. Nueve. Diez. Once y hasta doce veces. La doceava no llega a sonar porque en la número once nuestro amigo lleva una botella de vino, está borracho y enfadado y acaba de golpear el reproductor de música con la caja del disco hasta romperlo. Doce veces la misma canción. Doce veces. Su casa es Guantánamo ahora mismo y él necesita irse a cama y dormir.

Hacer un disco de versiones es una decisión arriesgada, puede gustar o no. Hacer un disco de versiones y meter doce veces la misma canción es tener mucho morro o querer volver loco a tu público directamente. Este disco es un contradisco. No hay ningún tipo de coherencia en él. No me imagino a nadie escuchándolo plácidamente sin caer en la más profunda desesperación.

 

 

Recuerdo el primer disco de Metallica que tuve. Death Magnetic. Me lo regaló por mi cumpleaños un amigo que se sentaba detrás de mí en el instituto. Me lo llevó a clase y lo abrí en el cambio entre primera y segunda hora. Recuerdo a penas dos canciones de aquel disco, pero lo que todavía llevo gravado en mi memoria es su portada. Un ataúd simulando un imán que atraía virutas de metal. Conceptualmente era impecable y la edición estaba muy cuidada. Sentí por primera vez que tener un disco era algo valioso, incluso un símbolo identitario. Que te gustara Metallica era un hecho diferenciador del resto (yo pensaba que en sentido positivo, después descubrí que no les importaba demasiado que sus canciones se utilizaran para torturar presos en Guantánamo). Tener su disco convertía esa diferencia en algo tangible.

 

 

Desde entonces procuro comprar aquellos discos que considero básicos en mi vida. No sé por qué lo hago, porque muchas veces los acabo escuchando de camino a algún sitio, es decir, los acabo escuchando en alguna plataforma. Digamos que participo de aquello que podría denominar la fetichización del disco. Este término se lo he robado a Ernesto Castro, aunque él lo utiliza referido a los libros, concretamente al libro El infinito en un junco de Irene Vallejo.

Lo hace en una charla disponible en Youtube y lo define como la “conversión de un libro en un objeto sagrado, a ser acumulado por sus propiedades tanto físicas como hematológicas para ser exhibido en redes sociales como símbolo de estatus o de presunta inteligencia”.

 

 

Lo curioso es que esta definición bien podría aplicarse a los vinilos, pero no a los discos. De hecho, los discos tienen muy poca aura fetichista ya, son un formato que ha quedado ahí, entre la gasolinera y la colección de los domingos de El País. Los vinilos sí se han convertido en un objeto de culto en los últimos años, hasta el punto de llegar a venderse en el Pull & Bear, lo cual los convierte en un elemento más de moda, en algo que tiene un valor físico en sí mismo más allá del artístico que contiene.

Quien los compra es, presuntamente, un oyente superior, un melómano, alguien que valora la calidad de lo que escucha, aunque en realidad el ritual de la escucha consista en colocar la portada al lado de uno de estos reproductores similares a un maletín, que tienen una calidad pésima y estropean el propio vinilo, y hacer una foto con el objetivo de subirla a Instagram.

 

 

En la clase de Ernesto Castro se habla de que el libro ha cobrado más valor como objeto que como obra literaria, algo con lo que concuerdo. Otra paradoja interesante en el caso de la música en comparación con la literatura es que creo que en esta pasa al revés, la música tiene un peso específico muy importante en nuestra sociedad, siendo un eje identitario y generacional que te sitúa en un determinado colectivo (cualquiera de las múltiples tribus urbanas existentes ahora mismo).

Los discos más escuchados cuentan sus reproducciones por miles de millones, en los libros si se llega a los seis ceros es un fenómeno mundial y, desde luego, un pelotazo increíble. La clave es que la música ha volcado el grueso de oyentes hacia lo digital y el libro sigue en el formato físico.

 

 

La hipérbole de todo esto se vive en la industria de la moda, en la que la estética de grupos que van desde el grunge hasta el metal de entre los años 70 y 90 se ha apoderado del catálogo de muchas tiendas de ropa. Algo que era de completos nerds, caricaturizados en películas como ISI & DISI, como llevar camisetas de grupos, es ahora tendencia con el consiguiente argumento moralista del supuesto melómano de turno: “si no has escuchado nunca a los Ramones, ¿por qué llevas su camiseta?” como si hiciese falta ser jugador del circuito ATP para llevar un polo de Fred Perry.

 

 

No está mal coleccionar discos ni vinilos, es algo tan absurdo y trascendental como coleccionar barcos dentro de botellas y casi igual de poético. No está mal llevar una camiseta de Metallica si nunca has escuchado a Metallica, está mal si no te gusta la camiseta, eso sí. No está mal no tener ni un solo disco ni vinilo en casa. Al fin y al cabo, lo que los fetichistas olvidamos es que vivimos en una época maravillosa en la que tenemos acceso a horas y horas de música que no ocupan mayor espacio que un teléfono móvil.

 

 

Eso es indudablemente un privilegio histórico con respecto a aquellos que se veían limitados económica o físicamente a la hora de escuchar música. Lo que está mal, o al menos es algo extraño, es sacar un disco con doce versiones de Nothing Else Matters y que solo la de Miley Cyrus se le acerque solo un poco a la que hace diez años hizo Lucie Silvas.

 

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